De toretes y gatetes por Ignacio Vidal-Folch


No tengo la menor duda de que nuestros descendientes se avergonzarán de nosotros por lo que hacemos con los animales. Les parecerá increíble que los encerremos en zoológicos, en granjas y corrales, el trato de indiferente crueldad con que los sacrificamos. Que consideremos un entretenimiento deportivo pescarlos y cazarlos. Fruncirán el ceño pensando en las hecatombes de los mataderos, y en que nos los comíamos hasta que provocamos la extinción de casi todas las especies.

Les parecerá que hubo una excepción casualmente feliz: el modo respetuoso con el que tratamos al toro bravo. Que moría en la plaza tras un calvario de media hora, pero después de vivir libre y a su aire en la dehesa. Qué diferencia con la suerte no ya de los animales salvajes sino de los pollos, pavos, patos, ocas, vacas, cerdos, perros, gatos, gallinas, caballos, asnos, etcétera, reducidos a una vida de miserable servidumbre en cautividad.
Por consiguiente, los aspavientos de los llamados animalistas, especialmente de la tropa de desocupados que organizan sus acaloradas protestas ante las plazas de toros, no son razonables. Los animalistas honestos --que los hay, son muchos, todos vegetarianos, y discretos y respetuosos también con los seres humanos-- deberían alegrarse de la pervivencia secular de las corridas de toros. Deberían apoyarlas activamente, ir a la plaza, celebrar el misterio ritual gracias al cual los toros aún no se han extinguido.
En este sentido también hay que alegrarse por la decisión del Tribunal Constitucional --aunque llegue con tanta demora-- de anular la petulante y filistea prohibición de las corridas de toros en Cataluña, impuesta por un tropel de nacionalistas que detestan todo lo que les suene a español y que en este caso se apoyaron en el sentimentalismo de los animalistas, con la colaboración de algunos tontos útiles.
Como Jorge Wagensberg, el científico al que llevaron al Parlamento regional para que se subiera a la tribuna y agitando una espada y unas banderillas teatralmente, afectando gran coraje cívico, clamase: "¿Y alguien cree que esto no hace año?". Discurso que seis años después sigue dando alipori.
El tropel nacionalista y su suburbia evitarán por todos los medios a su alcance que se cumpla la sentencia y que vuelva la lidia a Barcelona, pero bien está que se sepan desautorizados por la superior normativa. Que sepan (mientras algunos de sus jefes van desfilando por los tribunales para ser regañados por otros desacatos y otras soberbias) que tampoco en esto son "soberanos".
Sobre todo respeto al único artista que literalmente se juega la vida en cada obra de arte, lograda o fallida, que afronta: el torero. De hecho, no se puede aspirar a ser más en esta vida
Por lo demás, ni me gustan los toros ni la danza contemporánea, ni el fútbol ni el teatro nõ japonés. Pero respeto a sus artistas y a su público, faltaría más. Y sobre todo respeto al único artista que literalmente se juega la vida en cada obra de arte, lograda o fallida, que afronta: el torero.
Creo que es obvio que un torero es un artista y un hombre valiente. Solo ante el peligro, como Gary Cooper, pero no fingidamente sino en serio. Esto no es poca cosa. De hecho, no se puede aspirar a ser más en esta vida.
¿Es eso lo que resulta insufrible para sus infatuadas señorías, hasta el extremo tontiloco de prohibir lo que está fuera de su alcance y muy por encima? ¿La conciencia insoportable de su inferioridad?
En verdad, en verdad os digo que mejor hubieran hecho aquella mañana quedándose en casa, rascándose sus partes blandas y jugando con sus gatetes.
Ignacio Vidal-Folch

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